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Estatua de la Libertad

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La imagen de Nueva York, como la de muchas otras localizaciones con identidad global, está asociada a algo parecido a fotos fijas que guardamos en la memoria. El cine, las artes, han hecho mucho para marcarnos a fuego esa identidad. Y, bueno, si te hablo de Nueva York, seguro que te imaginas los rascacielos y la Estatua de la Libertad.

Tan potente es la imagen de la libertad levantando la antorcha que es la cara visible que se asocia también con ese sentido de la independencia de los pueblos. Me gusta ese símbolo de libertad tan hierático, tan mayestático. Tanto, que en uno de mis veranos en París me decidí a buscar, y, si era posible, a fotografiarme con cada una de las seis estatuas de la libertad de la capital francesa.

Hablar de la Estatua de la Libertad es hablar de uno de los iconos y señas de identidad más populares de Nueva York y de los EEUU.  Figura entre los monumentos más visitados y conocidos del mundo y desde que se inaugurara en el otoño de 1886, la Estatua de la Libertad no ha dejado de sorprender tanto por su origen y diseño como por las decenas de historias que convergen en torno a ella.

Nueva York es un destino colosal. Todo es grande, inmenso. Desde los edificios, a las distancias a pie, pero, sobre todo, hay una grandiosidad forjada en la teatralidad familiar de un escenario que el cine ha convertido casi, casi, en calles de nuestro barrio.

Central Park, la Quinta Avenida, el MOMA, el Empire State Building, la Torre Chrysler, Manhattan, Queens, palabras que conocemos y que están afincadas en nuestra memoria como iconos.

Pero, de entre todos esos iconos, el que me resulta más atractivo es el de la Estatua de la Libertad, levantada en la Liberty Island en 1886, un regalo de la nación francesa a Estados Unidos en la conmemoración del primer centenario de la república.