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visita a Sevilla

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Jerez es famosa por sus vinos, por las exhibiciones de doma española, por los laureles y las gestas de su circuito de motociclismo, por sus fiestas y por sus celebraciones religiosas y templos con historias cristiana y árabes. Si no me he dejado nada, ese es el listado básico de su patrimonio cultural que los foráneos reconocemos como jerezano.

Pero hay que plantarse en Jerez para ver que la ciudad nos puede ofrecer más. Mucho más. Tanto como trasladarnos a través de un túnel del tiempo con el tiempo de otros tiempos.

La Alhambra de Granada es  una de las maravillas de nuestro patrimonio cultural. Ahí tenemos a los cientos de visitantes que cada jornada se acercan como una riada a ella para honrar esa dignidad de ser un palacio árabe único, bello, magnífico.

Quién más o quién menos conoce algunas de sus dependencias, aunque sólo sea de oídas, como el famosísimo Patio de los Leones, el de los Arrayanes o el Salón de los Embajadores. Son estancias archifotografiadas. Sin embargo, hay algo que también hemos contemplado hasta la saciedad en ese mismo escenario, pero curiosamente sin haberlo visto. Lo hemos tenido delante de nuestros ojos, para no verlo.

Sevilla es una ciudad en la que se siente un sincretismo arquitectónico muy natural que, como una ideología superadora, crea coherencia con los perfiles de los  monumentos de las culturas que dejaron su huella en la ciudad.

Árabes, cristianos, judíos o moriscos nos dejaron testimonios en piedra, suficientes para comprender que convivencia, integración y enriquecimiento cultural pueden ser una sucesión lógica igualmente natural.